HOMILÍA EN EL DÍA SOLEMNE DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR 25-12-2020

 

HOMILÍA EN EL DÍA SOLEMNE DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

25-12-2020

Seminario San Buenaventura de Mérida


                                                                                     P. Ricardo J. Vielma M.

             “¡Qué hermosos son sobre los montes, los pies del mensajero que proclama la paz, que anuncia la buena noticia, que pregona la justicia, que dice a Sión: ¡Tu Dios reina!” son las palabras del profeta Isaías, en este día solemne y glorioso de la Navidad, donde el Sol de eternos rayos se ha abajado del eterno firmamento y ha tocado nuestra frágil y débil naturaleza humana. ¿Qué gran misterio aquél?, ha nacido el Hijo de Dios, la Segunda persona de la Trinidad, el que refleja la gloria del Padre, el que ha revelado en la economía salvífica, la inmanencia trinitaria. El Creador se ha hecho Creatura, el Rey quiso ser siervo, el Maestro se hizo discípulo y la Luz eterna, entro en las tinieblas del alma.

            En esta Solemnísima fiesta de la Navidad, contemplamos la Encarnación del Hijo de Dios. En esta ocasión, San Juan, con su fe teológica y alegórica, quiere expresarnos la ya comprensión de la divinidad del Señor, 60 años después de la Resurrección. No solamente tenemos en frente, un texto teológico que recoge alguna comprensión más madura de la fe. Estamos ante un escrito milenario, que refleja la manera en que aquella comunidad cristiana naciente, iba asimilando la persona del hombre de Nazaret, que habría hecho milagros, prodigios, que les habría hablado al corazón y no a los sentimientos, que les habría suscitado no sólo una fe superficial, confiada en pequeños milagros y proezas, sino una fe profunda, protagonista de aquél sentimiento y fuerza, responsables de su temple y carácter ante las amenazas romanas y judías, enemigas de la fe. Es este texto de San Juan, por tanto, la mejor explicación del abajamiento de Dios al mundo, no por tener silogismos filosóficos y palabras griegas, sino por hacer ver que el más sencillo comprendió, el misterio profundo de la entrada a las tinieblas de una luz eterna. La filosofía, la teología, las ciencias, no se entienden como meros presupuestos plasmados en un papel, ellas sólo se captaran, si dejamos que la luz de la sabiduría eterna, toque, penetre, se adentre en nuestro corazón.

     ¿Qué es Logos?, ¿Quién es el Logos?, ¿A qué se refiere esa aclaratoria, de que en el Principio del mundo, existía un Verbo, y un Verbo que estaba junto a Dios? Comencemos afirmando que el Creador, como dicen los Padres de la Iglesia, ha dejado su huella en las cosas creadas, así como un Arquitecto al dar un vistazo por esta estructura, intuye inmediatamente que ha sido Mujica Millán el autor de estas columnas. Y a través de este racionamiento, nos atreveríamos a afirmar con cierto miedo, que cuando emitimos una palabra pensada previamente, no sale algo distinto a nosotros. Esa palabra que pronuncio, tiene mi esencia, mi existencia, ciertamente de un modo diverso, pero no deja de ser yo. El Verbo salió del Padre, pero no dejo de ser Dios, su sustancia se mantuvo divina. Si nuestras palabras por tanto, son nuestras y no dejan de serlo, justifican entonces aquél dicho que dice: de lo que pronuncia la boca, abunda el corazón. ¡Cuántas veces Dios no aparece en nuestro labios!, ¡Cuántas veces destruimos sin querer!, ¡Cuántas oportunidades para que el amor salga, pero en vez de luz, pronunciamos tinieblas!

     Y Dios pronunció amor, y el Amor salió de Él, porque Él era el Amor eterno. Y el Amor era y es la vida. Y el amor es el ingrediente y la esencia más íntima de la naturaleza humana. Y en el amor se fundamenta el que nosotros seamos semejantes a Él. Imagen y semejanza del eterno, sí, en entendimiento, en voluntad, en razón, en creatividad, pero sobre todo en Amor. Lo primero que expresamos, luego del susto por entrar a este mundo, es el amor. Amamos a nuestra madre con la primera sonrisa que le emitimos cuando estamos en sus brazos. Y amamos por última vez en este mundo, en el momento en que sentimos que nos percatamos de alguien mucho más profundo para amar, aquél Verbo encarnado, que nos sonríe hoy, y que nos sonreirá cuando nos reciba en la morada eterna, donde contemplaremos al Verbo con el Padre, en el Espíritu Santo.

    No dejemos de amar, no dejemos de dar testimonio de la luz, nuestra esencia es el amor, y nuestra existencia la luz. Luz que atravesó a María, como el reflejo del Sol que pasa a través de estos cristales y no los rompe. Luz que atraviesa nuestro corazón y lo llena plenamente sin destruirlo. Luz que sigue traspasando las tinieblas de este día santo. Miremos la luz en los rostros de María y de José. Mismo brillo manifestado en la mirada de todo recién nacido que regala a su madre la primera sonrisa emitida en este mundo. Brillo de un niño al encontrar a sus padres en medio de la oscuridad. Luminosidad brotada del pobre en el momento que da con fervor lo poco que tiene. Fulgor emitido del galeno contemplador de la salud de su paciente. Resplandor del común sentimiento emancipador, de cualquier patria en este universo, sometida bajo el pecado del poder, flamante de redención y salvación. Claridad de una mesa con velas de medio cabo, sobre la cual se ha servido esta noche solemne, un arroz con caraotas, o una hallaca con dos pedacitos de carne y de pollo, con sabor a amor eterno y donación sin más, de los padres que no quisieron faltara la alegría decembrina de la venida del Salvador. Resplandor que brota del aliento del que agoniza, y del que por primera vez llora para el sonido de esta tierra. Luz eterna que busca, persigue, encuentra y espera, a cada hombre y mujer, que pise este mundo, sediento de eternidad, sediento de amor.

     ¡A ti vamos Dios hecho niño! ¡A ti caminamos Gloria celestial!, ¡A ti quiero contemplar, cuando nuestros ojos cierren su vista para la luz de este mundo y la abran para la luz que no se acabará! Amén.

 ¡FELIZ NAVIDAD!

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