El Seminarista y el crucifijo
El
Seminarista y el crucifijo
Ensayo
sobre las virtudes en la vida de un Seminarista
Ricardo Vielma
Y allí está, un joven
seminarista mirando su crucifijo, ¿qué piensa?, ¿qué observa?, la imagen de
aquel caballero indescriptible, cuyo acto de amor demuestra la perfección de la
existencia humana; el rostro de un hombre abajado hasta la más terrible de las
humillaciones, pero inspirador y modelo de una vida lozana que desea
perfeccionar su alma hasta hacerla semejante al hombre del madero. -¿Cómo hacerlo?, ¿será imposible?-, se
pregunta el que apenas viste de sotana para entregar su vida al servicio de los
hombres, pues al contemplar el misterio de la cruz no comprende la fórmula para
conseguir tanta grandeza y perfección de alma.
Cuán magno es el misterio de la vida, puesto que de
la nada el divino creador ha logrado crear a quien le contemple, pero cuán
grande es aún más, el momento en el cual el Dios supremo ha infundido en las
potencias del alma hábitos sobrenaturales, dones, virtudes, que elevan al débil
humano hacia la fuerza de la divinidad, y que muchas veces llevan a donar en
totalidad la vida entera hacia el servicio de lo incomprensible, tal y como ha
sucedido en el alma de nuestro seminarista, que al seguir mirando el crucifijo
y luego de comprender que en el caballero del madero yacían virtudes, que si
bien no son de origen no humano, se han encarnado en acciones visibles y en
hechos concretos, se cuestiona de nuevo: -¿Tendré
fe?, ¿tendré esperanza?, tendré caridad?, pues si comprendo lo que la razón no
puede comprender, podré desear el supremo Bien, y así al unirme a Él, tendré su
corazón y amaré como Él lo hace-. Pero a ese muchacho le faltaba una cosa,
pedir al Espíritu Santo el entendimiento, para penetrar el misterio, la
ciencia, para ver en todas las cosas la mano del creador, el temor a Dios, para
percatarse de no ofender a quien le ha amado mucho más, y la sabiduría para
saborear las cosas divinas y hacerlas vida.
Pasaron los años, y el seminarista junto a su
crucifijo avanzando en el camino de santidad, se había convertido en alter Christus¸ con una felicidad
evidente, fruto de haber sido en el seminario hombre de oración, testimonio,
lector apasionado de la Palabra de Dios, desprendido, meditador de la vida
futura, sin desesperarse, viendo en el rostro de sus hermanos el talante del
hombre de su cruz, y preguntándose día a día: ¿Qué haría el Jesús del madero en
mi lugar?
Pero si bien, previo a la resurrección está el
camino de la cruz, difícil fue para aquel joven de sotana ir forjando a Cristo
en sí, pues su entorno estuvo repleto de rígidas dificultades que tambaleaban las
bases de un alma enamorada. Pero es en estos momentos arduos cuando Dios
infunde también otras virtudes, las llamadas cardinales, para hacer contra peso
y base sólida, ante vientos tempestuosos que golpeaban la barca de la vocación.
Fue la prudencia, con el justo equilibrio en el
obrar, la que le permitió dar en el “blanco”, en las decisiones y acciones
donde pareciera que la razón se convierte en presa de sus mismas disyunciones,
pues los problemas comunitarios, y las discordias entre compañeros, solo se
solucionan cuando sabemos correctamente cómo actuar según la voluntad de Dios; esto
posible de igual manera, gracias al don de Consejo. No obstante, también hubo
ocasiones en las cuales los intereses propios olvidaron el justo medio, pero
gracias a la infusión de la virtud de la justicia, pudo aprender a pensar
siempre en el otro, y hacer que su comunidad fuese un lugar donde a cada uno le
correspondió lo merecido.
Pero ser prudente, y justo como lo fue San José no
bastaba para este sacerdote que miraba el árbol de la cruz, por ello seguía
hablándole –Señor crucificado, ¿por qué
tanta vanidad en el mundo?, ¿tanta avaricia?, ¿tantos deseos?, pues cuando
tuviste sed en ese madero seco, fue vinagre el que te dieron- hacía falta
entonces la virtud de la templanza, para adquirir la misma moderación en el
comer y en el beber que acercaría a la purificación de un alma que deseaba
alcanzar el cielo. Desánimos y más desánimos vendrían a lo largo de la vida de
un joven, ahora ya sacerdote para siempre, que mirando el crucifijo pedía al
Espíritu Santo que infundiera en él, las mismas virtudes que tuvo nuestro Señor
en la Tierra. ¿Para qué tanta preocupación por el vestirse?, si en esa cruz
inhumana la piel era cubierta con la sangre del tormento, ¿por qué tanta
soberbia?, si sobre el madero la humanidad colgó y humilló al principio del
universo, por ello ¡Humildad!, exclamaban los santos en la intimidad de su
oración, basta de tanta soberbia, que al mundo devastó.
La mirada de aquél que observó a su Señor
crucificado durante 80 años ya se apagaba, pero su alma parecía de roca firme,
pues sólo había sido necesaria una cosa que la pidió con ahínco, la virtud de
la fortaleza, fuente de la gracia santificante que hizo de su voluntad una
guerrera por amor que resistió y atacó todo aquello que apartaba su vista del
Señor; lucha que sin la ayuda que venía de Dios hubiera sido imposible, batalla
severa contra un cuerpo débil por su carne, contra un deseo por la comodidad
ansiada, contra la fuerza humana que impedía que el alma ascendiera a Dios,
hasta que esa misma fuerza que vino del cielo hizo que de esas manos arrugadas
por la ancianidad, soltaran el crucifijo en esta tierra, para contemplarle, con
una existencia cristiana perfecta y llena de virtudes celestiales gracias a la
santidad, en la visión beatífica por siempre jamás, donde el alma que tuvo fe,
esperanza, y caridad, prudencia, templanza, justicia y fortaleza en este mundo,
se sumergirá en el amor eterno del Dios amado, en una inagotable divinidad.
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